domingo, 4 de mayo de 2014

La Alpujarra musulmana

Apuntes para la historia de la Alpujarra


Fuente: http://beninar.blogspot.com.es/2009/12/apuntes-para-la-historia-de-la.html#!/2009/12/apuntes-para-la-historia-de-la.html

Publico aquí un artículo que elaboré hace algún tiempo con mi amigo de Laroles, Marcos Antonio Gómez, con notas tomadas de aquí y de allí. Quizás falten cosas, pero, como dice el viejo refrán: son todos los que están. Espero que se útil.
Juan Manuel



Su densa orografía ha convertido a La Alpujarra, a lo largo de la historia, en una fortaleza natural de resistencia ante cualquier imposición exterior, a pesar de lo cual los avatares históricos han sido numerosos e intensos pero las influencias externas sólo se han dejado sentir de una forma muy lenta.



Fría montaña, peñascosa y dura
en valles honda, en cerros eminente,
dispuesta para engaños y celadas
motines, asechanzas y emboscadas


Estos versos de Juan de Rufo en La Austriada, definen casi a la perfección el carácter que la mayoría de los estudiosos sostienen que los alpujarreños han demostrado a lo largo de su historia: gente independiente y de arraigados sentimientos de libertad, reforzados por el tradicional aislamiento que esta zona ha sufrido hasta nuestros días. Ambas circunstancias han fomentado el misterio que la envuelve y le confiere ese encanto tan peculiar de lo desconocido.




La Alpujarra musulmana





En la época medieval es cuando La Alpujarra alcanza una situación preponderante en la Historia. De este periodo de dominio islámico proceden gran parte de los rasgos culturales que han configurado la comarca. Es la etapa de la que hay más constancia, debido a los datos documentales y arqueológicos existentes que hablan de nombres, extensión, límites, estructura geográfico-política, forma de vida y rasgos culturales, hasta el punto de poder considerar la Edad Media como la del establecimiento de La Alpujarra como entidad territorial definida.

Las disputas de la nobleza visigoda por ocupar el trono propició la llegada de los musulmanes en el año 711 con el desembarco de Tariq y la victoria de Guadalete. Árabes y beréberes inician un periodo de islamización, durante el cual la mayoría abrazó las nuevas creencias —muladíes— aunque son respetados los grupos de judíos y cristianos —mozárabes— que continúan con sus antiguas creencias a cambio del pago de un tributo. La zona de la península ibérica dominada por los musulmanes se denomina Al-Andalus y pasa a ser una provincia dependiente del Califato de Damasco gobernada por un emir residente en Córdoba, luego se proclama emirato independiente (año 756) y más tarde Califato de Córdoba (año 929). En 1031, el derrumbamiento del Califato da lugar a los reinos de taifas y luego a los imperios almorávide y almohade y en 1232 se forma el reino nazarí de Granada, el último baluarte musulmán en la península.

Al comienzo de la invasión musulmana ya aparecen las primeras referencias concretas de La Alpujarra. Parece ser que sirvió de refugio a la población hispanorromana para luchar contra los invasores. Pero pronto hubo un fuerte asentamiento árabe en la zona a cargo de grupos tribales, ya que en tiempos del emir Hišân I se sublevaron varios grupos en La Alpujarra (Aybul Bušarra), asentados en la zona de Escariantes (al sur de Lucainena) y Juliana (frente a Mecina Tedel); lo cual ya pone de manifiesto el carácter guerrero y rebelde de sus habitantes que se opusieron en reiteradas ocasiones al Emirato de Córdoba.

Hubo revueltas por distintos intereses entre estado y mundo rural. Cuando llega al trono cAbd al-Rahmân III intenta ponerle fin con una campaña que llevó por Jaén y Granada en el 913, entrando por fin en La Alpujarra donde asedió y tomó el castillo de Juviles, aunque estas tierras fueron dominadas con mayor dificultad.

Durante los siglos siguientes La Alpujarra es un foco permanente de tensión, pues sus habitantes estaban prestos a empuñar las armas en defensa de su independencia ya que no toleraban fácilmente agravios externos. Sobre el siglo XI, cuando estaban establecidos los reinos de taifas, queda constancia de que el castillo de Šant-Aflay, situado en torno al puerto de La Ragua, fue arrebatado a su dueño por Abdallâh a Ibn Sumâdih, en una de las luchas internas de los árabes, pero posteriormente le fue devuelto a cambio del castillo de Siles.

Hasta la época cristiana, La Alpujarra sufrió varios cambios en su estructura territorial: En el siglo XI estaba dividida administrativamente en dieci­nueve ayza (plural de yuz), distrito político-administrativo integrado por varias alquerías y un hisn principal que le daría nombre y que sería a un tiempo elemento defensivo y representación del poder central. En 1162, Mohamet Ben Said reunió gran parte de sus habi­tantes para luchar contra los almohades que habían invadido Granada.
Los siglos XII y XIII hay una nueva división administrativa en cinco aqlim (plural de iqlcem).
El reino nazarita perdura desde que Ibn al-Ahmar se apodera de Granada en el año 1238 hasta que los Reyes Católicos entran en esta ciudad en el 1492. Durante este tiempo La Alpujarra forma la retaguar­dia más apartada del reino musulmán; sigue siendo una zona rural sin la existencia de ciudades que organicen el poblamiento. Parece que no había correspondencia entre las organizaciones familiares y los asen­ta­mientos, sino que al contrario, había una gran movilidad, siendo normal la existencia de propietarios no vecinos en las alquerías. Desaparecen, por tanto, los lazos tribales, la sociedad se organiza en torno a criterios políticos y económicos.

En esta época, sobre el siglo XIV, se hace otra nueva división en este caso tahas o taas, que según unos autores eran doce, según otros cator­ce, que, en todo caso, mantuvieron los cristianos hasta después de la expulsión de los moriscos. Según Caro Baroja:
«La taha era un partido compuesto de 1.000 ó 2.000 vasallos sometidos por la fuerza que obedecían a un alcaide en lo temporal y que tenían como autoridad religiosa un alfaquí mayor. Cada taha estaba constituida por varios lugares y cada lugar por varios barrios. A los lugares se llamaban alcarías o alquerías, voz que en castellano hoy queda más con el significado de casa de campo, aislada. Cada barrio podía tener una gima (aljama más comúnmente), es decir, lugar donde se hacían las reuniones de carácter religioso, una rábita y macaber o cementerio».

Después se siguen aplicando los nombres de estas tahas hasta el siglo XVIII, aunque en algunos casos no se respeta el territorio original.


Los hispanomusulmanes perfeccionaron los sistemas de cultivo y regadío que, indudablemente habría, procedentes de iberos y romanos. Construyeron bancales y paratas por medio de balates de piedra que hacen posible cultivar unas tierras tan escabrosas, ampliaron la red de acequias, muchas de las cuales se han conservado hasta la actualidad e implantaron avanzados sistemas de cultivos con una agricultura intensiva y minifundista, gran abundancia de árboles frutales y una importante explotación de la seda que fue el principal producto de La Alpujarra. Durante siglos se exportó a través de las costas alpujarreñas, pero sobre todo por el puerto de Almería. Es la etapa de mayor progreso y esplendor que conoce esta tierra, la cual ya estaba vertebrada por numerosos caminos que unían unas alquerías con otras.

Con la guerra de Granada, La Alpujarra cobra mayor protagonismo. En 1487 se menciona por primera vez en las crónicas cristianas, en unos acuerdos hechos con el rey Boabdil que no llegaron a cumplirse. En ellos se establecía que, una vez tomados Baza, Guadix y Almería, éste se comprometía a entregar Granada a cambio del señorío con título nobiliario de una parte del reino que comprendía las tahas de Uxixar y Marchena.

Tras la conquista de Almería, en diciembre de 1489, el Zagal, que gobernaba aquellos territorios, se retira a Laujar de Andarax, lugar de señorío que le concedieron los Reyes Católicos, cuya jurisdicción comprendía las tahas de Andarax, Órgiva, Lanjarón y Lecrín, poblado por súbditos mudéjares (1) que protagonizaron varias rebeliones, muestras de la inadaptación al nuevo orden castellano, una de ellas, la que tuvo lugar en 1490, preparada contra el Zagal por su sobrino Abu Abdalah (Boabdil), permitió recuperar el dominio musulmán de La Alpujarra, cuyas gentes se colocaron a su lado. Se intentó atajar el problema por las vías principales de acceso: el Valle de Lecrín por el occidental y Andarax o Marchena, por el oriental. La Alpujarra era desconocida para los castellanos en estas fechas tan tardías, teniendo que recurrir a oriundos de la zona para recorrer los caminos. Se tomaron Andarax y Marchena, pero al final de 1490 volvieron a manos de los granadinos, según un anónimo árabe. Posteriormente se cercó Granada y se hizo una incursión en La Alpujarra donde se atacaron unos 24 lugares destruyendo los nueve primeros, matando y cogiendo cautivos.

Había comunicación con Granada a través de la sierra, por donde se suministraban los víveres a la ciudad, pero la llegada del invierno hizo que Granada no pudiese resistir más, rindiéndose el dos de enero de 1492.

Tras la toma de Granada a Boabdil se le concede La Alpujarra como feudo personal, estableciéndose en Cobda de Andarax —hoy Fuente Victoria, pedanía de Fondón—, donde vivió hasta su marcha a África en septiembre de 1493, forzada por la autoridad cristiana. Abu Abdalah, el último rey musulmán de España, acabó sus días en Marruecos, combatiendo en la batalla de Bacuba por los derechos de un pariente suyo.

Los Moriscos



En un principio las capitulaciones eran respetuosas con la población islámica: se les dejaban sus propiedades, se le respetaban sus costumbres, la libertad de culto, el ejercicio de la justicia según las leyes musulmanas y la libre circulación de personas. Los Reyes Católicos hicieron gala de diplomacia y generosidad, pero había un sector intransigente que instigó para establecer condiciones mas duras, entre otras la obligación de bautizarse. Esto llevó a una sublevación de los mudéjares en 1500; al ser vencidos se les dio a escoger entre bautizarse o marcharse a África. La mayoría optó por la primera opción, lo que significó la desaparición de la condición de mudéjar, dando lugar a la de morisco, que es la denominación aplicada a los musulmanes convertidos o a los cristianos nuevos nacidos tras los bautismos masivos y a sus descendientes. Según Caro Baroja:
«...desde le punto de vista raciológico los moriscos granadinos eran una mezcla de árabes, sirios, beréberes, elementos indígenas y judíos antiguos, con algunas dosis variables de sangre negra o de gente muy diversa: persas, hindúes y turcos inclusivamente».

Lo cierto es que, en estas zonas, no había gran diferencia racial entre la población morisca y la cristiana vieja; la distinción más bien era de tipo social, pues se tenía en cuenta la línea masculina y la religión del padre; así, había cristianos viejos de madre morisca y viceversa.

Entre los moriscos existía un grupo de inconformistas, denominados monfís o monfíes, vocablo que en árabe quiere decir desterrado. Refugiados en las montañas, se organizaban en cuadrillas dirigidas por un jefe y salían a fincas y caminos a robar para sobrevivir, matando cuando era preciso. A veces cometían sus actos de acuerdo con los corsarios turcos y beréberes.

Las sedas eran una gran base de la economía de los moriscos, pero, además, eran hábiles tejedores, alarifes, carpinteros, panaderos, etc. Desempeñando sus oficios con estilos diferentes a los de los cristianos viejos, aún siendo el mismo. En la agricultura, los moriscos eran propietarios de los minifundios del medio rural, pero con los repartimientos, muchos pasaron a ser asalariados de los cristianos viejos. Destacaban como excelentes hortelanos con cultivos intensivos de vergeles de tipo mediterráneo, frente al cristiano viejo más experto en el cultivo de secano y grandes superficies; de ahí la gran riqueza que supieron sacar en la Alpujarra, tierra más apta para la horticultura, con una intrincada e ingeniosa red de regadío. Pero la dimensión de las parcelas de regadío solo permitía obtener lo necesario para el autoconsumo familiar, a excepción de la seda y el aceite, que destinaban a la venta. La ganadería y la apicultura eran otras fuentes de economía del morisco rural. Además, ejercían oficios como molineros, de aceite y harina, y artesanos. Este sistema productivo establecía una estructura social integrada por una gran masa de campesinos moriscos, frente a una poderosa minoría de cristianos viejos, dueños de las tierras de mayor valor, que detectaban el poder local, ejerciendo, además, el dominio ideológico.

La conversión forzada al cristianismo generó en la mayoría de los moriscos más apego a su civilización y un tajante rechazo de la cristiano-castellana. Conservaron en secreto su cultura, tradiciones, ritos y organización. Honraban a los ancianos y a los padres; fuera del hogar las mujeres significaban muy poco y consideran jefe al más viejo en el linaje por la vía paterna. Los grupos de linajes y familias se regían por consejos de ancianos y celebraban con fausto los acontecimientos familiares como nacimientos, circuncisiones, bodas y muertes, cumpliendo primero con la Iglesia, pero luego celebraban con más gusto el rito mahometano. Los alfaquíes ejercían su ministerio ocultamente y conservaban pequeños santuarios rústicos –rábitas– donde, a veces, vivían santones de gran prestigio y con ciertos poderes. Celebraban el ramadán, practicaban las abluciones y oraciones prescritas por el Islam y cumplían sus prohibiciones, lo que, si lo hacían en público, causaba burlas y ataques por parte de los cristianos: no bebían vino ni comían cerdo, ni nada que hubiese sido untado con su grasa, ni tocaban con su ropa a ese animal y rechazaba nabos, rábanos y zanahorias porque eran alimento de los cerdos. Tampoco podían comer carne de animales ahogados, mordidos o muertos de manera que la sangre quedara coagulada, por considerarlas impuras; tenían, por tanto, carnicerías propias y con matarifes especiales.

La mayoría de los conversos sabían árabe, lengua que los cristianos llamaban algarabía, en forma tan despectiva que aún hoy ese término significa manera de hablar fuerte y atropelladamente o griterío confuso. Pero aún hablando castellano, se podía notar el que era morisco por algunos rasgos fonéticos, como por ejemplo transformar la «ll» interna en «li», convertir la «ñ», hacer «e» «i», etc.


También se distinguían de los cristianos viejos en la indumentaria. Diversos autores han dejado constancia, en textos y grabados, de las ropas moriscas y de su evolución en distintas épocas, en función de las modas, la economía y la situación social. En las ciudades se adaptaban más al traje castellano, pero en el campo era más notoria la diferencia, como la alcandora (2) de ageo teñido y los zaragüelles (3) como elementos básicos (4). Además conservaban la costumbre de teñirse cabellos y piel con alheña y los lavados y baños frecuentes, cosa poco usual y mal vista entre la población castellana. Las mujeres gustaban entradas en carnes y, para estar más atractivas se pintaban y tatuaban los brazos y las piernas, usando gran cantidad de ungüentos y cosméticos para la cabellera, que o dejaban suelta o ceñían con una diadema o corona, utilizando también joyas de significado religioso, sobre todo patenas.

La conquista cristiana no solo colocó al Islam en situación de religión prohibida, sino que, además, puso a los andaluces en categoría inferior. Aunque a los andaluces antiguos, desconocidos, de tiempos más o menos remotos, se les considerada sabios como astrólogos, arquitectos y guerreros esforzados, el morisco era —según opinión general— un individuo inculto, incluso cerril, que ocupaba, por su terquedad, el último grado en la escala social, un individuo con ciertas habilidades técnicas y manuales, pero indocto.

Sus prácticas y costumbres, que incrementaron al ser obligados a convertirse, producían irritación entre los cristianos y servía de burla y escarnio. Pero no solo en el ámbito popular sufrían vejaciones y ultrajes, también los representantes del poder institucional practicaban una represión continua y sistemática, como relatan los diversos historiadores. Sirvan como ejemplo los siguientes párrafos de Luis de Mármol:
«Acostumbraban cada año los alguaciles y escribanos de la audiencia de Ugíjar de Albacete, que los más de ellos estaban casados en Granada, ir a tener las pascuas y vacaciones con sus mujeres y siempre llevaban de camino de las alcarías por donde pasaban, gallinas, pollos, miel, fruta, dineros, que sacaban a los moriscos como mejor podían».

«...estamos entre ellos avasallados como ovejas perdidas ó como caballero con caballo sin freno; hannos atormentado con la crueldad; enseñannos engaños y sutilezas, hasta que hombre querría morir con la pena que siente [...] cada día nos buscan nuevas astucias, mentiras, engaños, menosprecios, abatimientos y venganzas [...] Tienen misa cantada y otra rezada y las dos son como el rocío en la niebla: el que allí se hallare, vérase nombrar en un papel, que no queda chico ni grande que no le llamen. Pasados cuatro meses, va el enemigo del abad a pedir las albalas en las casas de la sospecha, andando de puerta en puerta con tinta, papel y pluma, y al que faltare la cédula, ha de pagar un cuartillo de plata por ella...»

El Estado, estimulado por los cristianos viejos, aplicó una política aculturalizadora que culmina en 1526 con las drásticas medidas de la Congregación de la Capilla Real, que significaban la condena de todas y cada una de las costumbres y prácticas religiosas de los moriscos, y cuya suspensión durante cuarenta años compraron a Carlos V por una crecida suma. Felipe II, añade a la creciente acción represiva de la Inquisición una serie de medidas socioeconómicas, como la revisión de títulos de propiedad de la época nazarí, que perjudicaron enormemente a los moriscos, pues muchos no pudieron acreditar la propiedad de sus tierras, siéndole confiscadas. Hace efectivas las medidas de la Capilla Real de 1526, mediante pragmática publicada el 1 de enero de 1567 por la que se prohíben todas las practicas tradicionales de los moriscos: nombres, lengua, hablada y escrita, vestimenta y adornos, fiestas, ritos y celebraciones, baños, etc.

La tensión fue creciendo, debido a una adversa coyuntura económica que agudiza la presión del grupo dominante sobre la población morisca, hasta que éstos se sublevaron el 24 de diciembre de 1568, dando lugar a una guerra civil, caracte­rizada por una extrema violencia, dentro de un carácter esencialmente religioso y reivindicativo. El líder de la rebelión fue don Fernando de Córdoba y Valor, perteneciente a una antigua familia musulmana, según parece descendiente de los Omeyas, convertida al cristianismo. Cambió su nombre por el de Aben Humeya.

Antes de que la confrontación bélica se formalizase, se produjeron matanzas y tormentos de cristianos viejos, destrucción sistemática, con ensañamiento, de lugares de culto, objetos e imágenes, parodias y burlas de los ritos y creencias católicos, dirigidos y ejecutados, en gran parte por los monfíes, a cuyo frente estaba Fárax Aben Fárax.

Luego establecieron una lucha de guerrillas, fortificándose en los lugares más ásperos de las sierras cercanas y utilizando la táctica del ataque repentino en pequeños grupos desde castillejos y peñones, a los que volvían tras cada asalto.

El marqués de Mondéjar, capitán general de Granada, fue el encargado de sofocar la sublevación, consiguiendo en 1569 la importante victoria de Tablate a las puertas de La Alpujarra. Los moriscos se refugian en el interior de la comarca y el marqués inicia una campaña sin éxito, ya que sus tropas desconocían el terreno que era el mejor aliado de los rebeldes. Esto les permitía una amplia libertad de movimientos con una gran ventaja estratégica. El marqués de los Vélez inicia una campaña por la parte oriental, también sin gran éxito, mientras los rebeldes recibían ayuda militar del Imperio Otomano, ansioso de establecer una cabeza de puente en España.

Felipe II, que quería acabar pronto con la revuelta por el creciente peligro de que suponía el Imperio Otomano en el Mediterráneo, encargó a don Juan de Austria el mando de las operaciones en abril de 1569. Este sometió primero a los moriscos del Albaicín y después llegó hasta el mismo corazón de La Alpujarra, arrinconando a Aben Aboo, que, tras asesinar a su primo Aben Humeya, había tomado el mando de las huestes moriscas. Se tomaron Adra, Berja y Ugíjar, y Aben Aboo se refugió en Bérchules, donde fue asesinado por sus propios hombres que entregaron su cadáver a los cristianos.

Con esto se llegó al final de la guerra, a la que sucedió una serie de venganzas ultrajes y muertes. La población morisca fue dispersada por otros reinos de España. Felipe III decidió la expulsión en abril de 1609. Desde entonces hasta 1614, cuando se consideró finalizado el proceso, salieron hacia África, según algunos, cuatrocientos mil moriscos y según otros, unos ochenta mil. Así comienzó el destierro humillan­te de quiénes tuvieron que abandonar las tierras donde habían nacido y vivido desde hacía generaciones, perdiendo sus hogares, haciendas y gran parte de sus bienes.



La Alpujarra perdió para siempre la capacidad de trabajo y la sabiduría de estas personas que supieron extraerle tanta riqueza. Valga como ejemplo que, según Caro Baroja, la quiebra en rentas reales que causó la expulsión fue en La Alpujarra del 42 % del total del Reino de Granada (7.273.534, de un total de 17.310.441), más del doble que en el distrito de Granada (2.690.201 maravedíes) y 9 veces del de Almería. Así, como más de doscientos años después escribió Charles Didier:

«El fanatismo religioso, que a pesar de todo fundó la monarquía española, centinela avanzada de la cristiandad, ganó en esta ocasión sobre el interés material. La industria, el comercio de la Península, su agricultura sobre todo, nunca se repusieron del golpe que les proporcionó la expulsión de los Moros; pero al fin la unidad peninsular estaba constituida y el islamismo fue devuelto a su cuna para siempre».

Nuevos pobladores

Tras la expulsión de los moriscos, los andaluces, un territorio considerable había quedado despoblado desperdicián­dose gran cantidad de recursos, pues estaban abandonadas una agricultura y una industria florecientes, y, además, el peligro turco en el Mediterráneo hacía presagiar un desembarco en la zona que rápidamente caería en su poder al carecer de defensa. La comarca se repobló con gentes venidas de muy diversos lugares: Andalucía occidental, ambas Castillas, Asturias, Galicia, Reino de Valencia, Murcia, etc.

La nueva colonización era una aventura, La Alpujarra había quedado desolada por la guerra y estaba ocupada por un ejército de aluvión y la persistencia en las sierras de moriscos y desertores, reliquias de todas las guerras, que tenían en vilo a los nuevos habitantes. Corsarios beréberes y moriscos huidos allende, desembarcaban frecuentemente en las playas desiertas y llevaban al interior sus devastadoras incursiones.


A la marcha de los moriscos habían quedado más de cuatrocientos lugares abandonados, pero se consiguieron repoblar 258 pueblos, quedando el resto perdido para siempre, pues los materiales que lo formaban eran aprovechados por las poblaciones vecinas para ir restaurando sus propias casas y para la construcción de balates. En cada uno de los pueblos quedarán dos familias moriscas para enseñar a los nuevos pobladores su sistema de cultivo, de regadío, su arte de la explotación de la seda, etc. A los pobladores se les ofreció el reparto de las haciendas, que eran de tres tamaños distintos, en suerte de feudo franco sin ningún tipo de vasallaje y sólo tendrían que pagar los impuestos correspondientes. Esto hizo que unas cuarenta mil personas que en su tierra natal no vivían muy bien se decidiesen a venir a la Alpujarra, comenzando una nueva etapa: la del lento y paulatino proceso de adaptación de los recién llegados, en muchos casos fracasada, y de decadencia continuada de toda la comarca. Varias causas explican, según diversos autores, esta decadencia: las consecuencias mismas de la revuelta que originaron destrucción y abandono, el número insuficiente de repobladores, la dureza del medio físico, la poca capacidad de los pobladores procedentes de la llanura para adaptarse a la montaña, el desconoci­miento de los métodos de cultivo propios de la zona, como el regadío y la arboricultura (el suyo era el de secano, que poco a poco fueron implantando adaptando para ello un terreno que estaba cubierto de bosque y monte bajo).

No hay comentarios:

Publicar un comentario